Francisco nos enlaza al comienzo del Capítulo
Primero, con el mandato de ser una
Iglesia misionera recordando las palabras del mismo Jesús: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar
todo lo que les he mandado” (Mt. 28, 19-20) (E.G 19).
Recordemos que esta invitación a contagiar su Amor
es personal pero ineludiblemente comunitaria. Jesús mismo nos pide que no sea
una tarea individual al enviar a los primeros discípulos de dos en dos (Lc. 10,
1). Ser discípulo de Cristo se entiende siendo misionero y teniendo un corazón
comunitario arraigado en la Iglesia.
El Papa nos muestra en la Evangelii Gaudium 5 pasos
para dicha tarea. Por otro lado debemos y podemos mirar a la Madre de los
Misioneros que fue la primera en llevar a Jesús. Sagrario vivo en búsqueda del
necesitado, la primera en peregrinar con
Jesús. Ella, dicho con las palabras de Benedicto XVI, es la primera en hacer la
“procesión Eucarística” desde su humilde
casa hasta la alejada vivienda de su prima Isabel.
Desandemos su camino: nuestra querida Madre supo
siempre del Amor de Dios. Y aceptó con su vida el gesto de ese Amor que salió a
su encuentro y la eligió para ser la Madre del Salvador. Nada había hecho para
merecerlo, el Señor la “primereó” (EG. 24) y en Ella, a todos nosotros. Y es así que el mismo amor
de Dios en su corazón hizo que ella también primereara a su prima
Isabel que la necesitaba aunque no se lo hubiera pedido. Atenta a los demás,
sale al encuentro. No justifica su comodidad en su reciente embarazo, sino que
acude al pedido silencioso como también lo hiciera en Caná.
Esta situación la conmueve y la mueve a la acción,
al servicio concreto. Ella se involucra (EG. 24). Acompaña pero no solamente desde su sentimiento;
acompaña misericordiosa y solidariamente con todo su ser. Podríamos utilizar en
este momento del camino de la Virgen hacia la casa de su prima, un “achicar las distancias”. Y lo hace
con “mucha paciencia”… y “aguante apostólico”. Y es así que toda su tarea fructifica (EG. 24), da frutos, los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad y
fidelidad. (Gal. 5, 22). Esa es la señal de que nuestra pronta respuesta camina
por las sendas del Amor de Dios, sus frutos, su fecundidad.
Ante semejante
acción del Espíritu Santo, que es en quien debemos apoyarnos, no nos queda más
que celebrar
y festejar (EG. 24). Como lo anticipó Juan Bautista ya en el vientre de
Isabel que, apenas oyó el saludo de la Virgen, “saltó de alegría en su seno” (Lc. 1, 41). Festeja desde las
entrañas de su madre la alegría del encuentro con Jesús.
Seguramente en el
recuerdo de este camino de la Visitación se nos presentan momentos parecidos en
los que podemos identificarnos tanto con la Virgen como pudiéramos hacerlo con
Isabel, su prima.
Y nosotros también
al recordarlo, rememorarlo, celebrarlo y hacer partícipes a otros, comenzamos a
“extender
el bien”, recibido y vivido. “No podemos callar lo que hemos visto y
oído” (Hch. 4, 20)
Y, como no podemos
callarlo es que TODOS con MARÍA,
LLEVAMOS A JESÚS en peregrinación a
todos los rincones de nuestra ciudad. Así sea.
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